12 de marzo de 2010

Instante nº 12

















Vivímos en una casa que nos era bien conocida, nos proporcionaba todo lo que necesitábamos, luz, calor y alimento. Nos movíamos por ella con la habilidad que da la práctica de lo cotidiano, habitando su doméstico contenido con los brazos extendidos y los ojos cerrados. Sabíamos que el trastero estaba lleno de fantasmas pero no nos importaba porque conocíamos a cada uno por su nombre, cuando nos quedábamos solos en casa nos volvíamos de carne porque teníamos tiempo para pensarnos y cuando cerrábamos la puerta de las habitaciones, las horas que allí moraban armaban un buen alboroto, aunque nos hacíamos los locos porque sabíamos que se ponían a bailar los días impares de cada semana. Todo nos era grato y conocido hasta que un día algo inesplicable cambió. La casa comenzó a dilatarse, sus espacios se multiplicaron, de sus esquinas surgieron sombras desconocidas y las horas huyeron hacia los armarios de donde nunca más salieron. Desde entonces jamás hemos sabido que corre entre el hueco de la pared y los muebles, ni que desfila por el pasillo cuando nos vamos a la calle. La puerta de la cocina se abre y cierra cuando quiere, de forma temperamental y caprichosa, dejándonos a veces sin cena,  pero lo que más nos molesta es que cuando volvemos a casa saturados de diversión e incertidumbre la cerradura de la puerta de la calle ha menguado, por eso siempre estamos llamando a  horas intempestivas a nuestros amigos, para que nos dejen pasar la noche con ellos.

Nuestro hogar se ha vuelto un lugar de dimensiones desconocidas y ya no apetece tanto estar dentro, sin embargo como no tenemos otro sitio a donde ir siempre volvemos con la mirada espantada y las manos llenas de piedrecitas dentro de los bolsillos.



Música de Sadman:  https://youtu.be/ICIZ-g6B0fI