11 de julio de 2010

Instante nº 30




La soledad es un viraje hacia nuestro propio espectáculo, la comunión perfecta con el eterno soliloquio que llevamos dentro, ese que comenzamos a modelar entre juegos y que nos atestiguará hasta la despedida. Sólo cuando andamos por su senda, allí donde la división se gesta, lo hacemos de forma absoluta por la nuestra, porque ella es la que nos ofrece la distancia justa para mirar el mundo con extrañeza, la que regala el abismo al poeta, intimidad al apellido, gravedad a los objetos y dignidad en la mirada. Es la única piscina donde debería bucear la melancolía, aunque a veces es ella quien la ocasiona, y es que estar sólo es estar sin red dentro de nuestro vértigo, es sentir como la atmósfera observa cómo nos diluimos lentamente. Pero a veces nos engaña, distorsionando nuestras experiencias en verdades absolutas para tiempo después y con un poco de suerte revelarnos que todo es recíproco, que cada opción, cada axioma, tiene su contrario. Cuando la soledad es triste, cuando añora el hogar perdido, deflagra la tierra por donde pasa, impide conferenciar los estímulos en un juego de malabares y destila una inmovilidad que se transforma en pereza de vida. Pero cuando la soledad es deseada nos promete la inspiración y nos revela la pausa. Hay soledades forzosas y otras queridas, soledades azules y soledades de menta y agua y las hay que se sufren en compañía, que son las peores de todas. El ser humano es una soledad que intenta librarse desesperadamente de ella aunque no hay nada a lo que pertenezcamos de una forma tan absoluta, porque nos guste o no, todos estamos solos, abandonados en el guiso de nuestra propia aventura y como todo veneno, lo único que podemos hacer para impedir que nos dañe, es no dejar de beberla a pequeños sorbos.

Música de Seabound: https://youtu.be/nRcRjYb_Z34