20 de julio de 2010

Instante nº 31
















No sé exactamente como sucedió, pero sí recuerdo el día en que lo vi llegar.
Era sábado por la mañana y la tele explicaba algo acerca de cómo desaprender lo aprendido. Hacía ya tres días que papá había ido al supermercado a por provisiones y aún no había vuelto. Según nos contaron mas tarde, se había perdido entre la sección de limpieza y la de juguetería y por lo visto no encontraba la puerta de salida. De echo, tardó varias semanas en dar con el camino de vuelta.
Mamá mientras tanto se había refugiado en casa un poco cabreada, hasta que un día harta de esperar decidió salir a la calle a por algo de comida fresca. Yo le pregunté si quería que le acompañase, pero creo que no me escuchó y si lo hizo, optó por ignorarme. Así que antes de que pudiera darme cuenta escuche un portazo y comprendí que me había quedado fuera de algo, o de todo, o en definitiva de cualquier cosa que estuviera pasando en ese momento. Y ahí estaba yo, desparramada en el sofá y envuelta por un singular desmayo mientras la televisión no paraba de hablar. Las paredes del salón comenzaron a dilatarse y contraerse al compás de mi respiración, y los muebles empezaron a emitir un suspiro lento que pronosticaba otra catástrofe más, pero de repente, tal y como ocurre con todas las cosas razonables de la vida, un griterío procedente del otro lado de la calle me rescató de la parálisis en la que me encontraba.
Cuando me asomé por la ventana vi a una muchedumbre que estaba organizando una buena juerga en el edificio de en frente. Nosotros nunca invitábamos a nadie, no hacíamos celebraciones ni organizábamos ningún tipo de despegue. Desde hacía tiempo deseaba enseñarle a alguien mi colección de discos así que me acerqué hasta allí a ver que pasaba pero cuando llamé al timbre y antes de poder decir una sola palabra, un tipo con cara de gilipollas me dijo que “no estaba invitada”, dándome con la puerta en las narices. Al principio me jodió un poco, pero rápidamente me hice a la idea. Entonces comprendí que lo mejor sería montarme la fiesta por mi cuenta, y además, hacerlo cuanto antes.
Confieso que me entraron unas ganas terribles de armar jaleo, sacudir el mundo y llevar mi exterminio hasta la calle principapl, pero en su lugar lo que hice fue bajar el tocadiscos de papá a la acera. Cogí uno de los vestidos que se ponía mamá en los días de vértigo y la pamela que usaba para las bodas de mugre y los coloqué sobre un maniquí de madera, que clavé como un mástil a la entrada de casa como si fuera una declaración de intenciones.
Sin saber muy bien cómo, al cabo de un rato estaba bailando sobre las sombras amables de los árboles, junto a la estafa de los vientos, cantando con las manos en alto bajo un sol deshilachado sin importarme la mirada de los que por allí pasaban.
Y así fue cómo los de la fiesta en cuanto se percataron del guirigay que estaba montando en la acera vinieron a conocerme un tío con pinta de memo y una copa en la mano me invitó a que pasara al interior de su bonita casa. Desde entonces he entrado y salido unas cuantas veces de ella. En ocasiones sólo para ver que se cuece dentro. Ya sabes, echar un vistazo, hablar con uno y con otro y todo lo demás. Pero al cabo de un rato siempre vuelvo a mi guarida, donde el ritual del ocio no salta a la de tres, donde no hay nadie a quien ganar nada, donde no se compite por ser descifrado y la vida transcurre sobre su apacible y misterioso esfuerzo.


Música de Iamx:  https://youtu.be/CGCABDnt02s